Se verían en el café de siempre. Antonia acomodó todo su día tomando como base tal cita, cancelo dos entrevistas, un desayuno y postergo la ida al cine con su prometido. Se verían a las 6 de la tarde.
Diez años después de aquel encuentro Bruno observaba con asombro, detenido en la acera que ese lugar ya no existía, el café que años atrás trastocó su vida era ahora una pequeña tintorería atendida por una insignificante mujer con rostro molesto.
Eran las seis en punto. Bruno jugaba con el café, Antonia llegaba de detrás de él, le vio como lo recordaba desde aquellos años de universidad, por un momento creyó ser aquella chica. Lo saludo y a los dos se les iluminó el rostro.
La platica continuo por horas. Eran las diez de la noche y ninguno pensaba en irse. Los celulares comenzaron a sonar. Los compromisos del mundo contraídos por cada uno los requerían sin retraso. Cada uno se fue por su lado prometiendo repetir la semana siguiente. Un abrazo, un beso y la sensación de que nada había cambiado desde la universidad fue la despedida.
Bruno, estático en la acera, recordó los últimos diez años de su vida y el miedo ensombreció su rostro. Ya con cuarenta años encima, una esposa y un hijo, un grupo de amigos y una relación con su familia lejana bastante cómoda él sentía que nada le faltaba. Claro, hasta que pasó enfrente de aquella cafetería trocada en lavandería.
Ya en su recamara, Antonia repasaba cada palabra, cada expresión de Bruno. No podía creer que aquél hombre, del cual quiso ser novia por escasas horas, era ahora todo menos aquél del cual se enamoró. Parecía que nada había cambiado en él, esa fue su primera impresión, pero ahora ya meditando las cosas, ese hombre era un extraño. Un extraño que adoraría conocer.
No conciliaba el sueño. Se levantó de la cama y fue directo a la computadora, tenía que decirle a su amigo, a su “enamorado” que él había cambiado y que no era para bien… Los dos lo supieron muy en el fondo, los dos quería decirlo en esas horas del café pero ninguno quiso notar que lo que los amarraba a la mesa era ese deseo insostenible, insoportable de decir que “el otro” se estaba muriendo.
Le escribió. La luz de la computadora iluminó por un par de horas la cálida recamara, un té de tila y un cigarrillo acompañaron a Antonia en su confesión. Sabía que no es sencillo escuchar de una persona que no has visto en siete años verdades de esa naturaleza. Confió en la madures que solo el tiempo te puede dar. Confió en que Bruno entendería que su camino tal como lo había trazado conduciría a su muerte.
Ese algo que en la Universidad lo tuvo siempre y que aprendió a dejarlo de lado y qué tiempo después se lo recordaron por un correo electrónico. El miedo seguía en su rostro. La angustia de aquellas palabras, la veracidad de esas líneas que de golpe le tiraron sus defensas. Enojado contestó esa irreverencia. No mintió. Bien sabía que aquella mujer moría también. Su compromiso, sus planes, esa falacia a la cual ella llamaba vida. Fue despiadado.
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