lunes, 1 de noviembre de 2010

Esas Manos.

Esas manos se entrelazaron enfrente de su rostro. Las luces de prisa corrían tras las ventanas y todo el universo se comprimió en su pecho. Sus ojos, que reflejaban aquella hermosa muestra de cariño consumado, no buscaban otra cosa que una salida, éstos, sus ojos, nunca más se cerraron.

Una salida, sólo una salida de aquel momento que eterno marcó su final. Esas manos ya no eran suyas, quizá no lo fueron nunca, ni las otras eran para él, tampoco. Esas manos unidas eran de un pasado ya distante que sí era suyo y de un futuro, que constante, no le pertenecía.

Su muerte, esas manos, esas benditas manos no eran suyas.

Otros eran los protagonistas de esa historia. Él, callado diciendo de todo pidió un descanso, sonrió como sólo y siempre se hace cuando se muere por dentro, se alejo, huyo para siempre de esa historia, de esa maldita historia que ya no era la suya.

A Arturo.

martes, 3 de agosto de 2010

Náanga Jñáa lu, Náanga Nadxhíilu

Aquella tarde caminaba sin rumbo, alejado de ese pueblo que me daba asilo pude sentir el calor de aquella tierra sin la impertinencia de la gente; No tardé en sentirme sonrojado al descubrir que nunca antes había sentido tanta dicha de ser de ahí.

A lo lejos se veía un enorme árbol, decidí descansar bajo su sombra, sorbí un poco de agua y tras checar la hora decidí tomar una pequeña siesta. El calor insoportable hizo que el profundo sueño no tardará mucho en llegar.

Desperté sobrecogido. Enajenado por un sentimiento de arrebato caminé escasos metros hacia el sur y los vi, hablaban, despertaban, se desencantaban.

Ella le gritaba en una lengua inentendible, yo sólo entendía la desgracia en su voz, esas lágrimas en sus ojos, aquella muerte en su boca que no comprendía pero que existía; ella gritaba esa mantra maldita, tenebrosa que no pude entender.

Él tomo de su bolsa un puñal y lo clavó sin mirar, lo empujó sin sentir, de ese pecho violado surgían sin culpa las maldiciones a su pecado, violado ese pecho, maldito ese pecho, amado ese pecho.

“Náanga Jñáa lu, Náanga Nadxhíilu” Así lloraba, así suspiraba, así deliraba, “Náanga Jñáa lu, Náanga…” su último aliento.

Así, sólo así, se expiaba aquella hermosa mujer, se libraba esa morena mujer, se moría esa maldita mujer.

Eso fue lo que vi, lo que pude entender y las palabras que tiempo después pude descubrir. Del hombre nada se supo con certeza, unos decían que había huido al “otro lado”, otros que en Chibela le habían visto y otros más, los más, aseguran que enloquecido deambulaba en las playas del “mar muerto”.

No pude volver a caminar por aquellas veredas, mis pies no avanzaban y mis ojos en cada árbol veían aquella muerte, y mis oídos en cada susurro escuchaban aquel lamento “Náanga Jñáa lu, Náanga Nadxhíilu”

 

 

A Ricardo.

lunes, 2 de agosto de 2010

Ese día.

No me dijo nada. Simplemente se levanto del sofá y salió de mi vida.

Ese día comencé a vivir.

 

 

 

A Abraham.

Bendita Circunstancia. [parte primera]

Yo sabía que él se iría. Lo supe desde que lo conocí. No fue intencional, nunca lo planeamos, fue sólo la circunstancia, esa bendita circunstancia.

Era de ese tipo de gente que no llama mucho la atención a la primera vista, que al llegar a cualquier lugar ves a toda la gente buscando caras familiares, no reparas en ellos, en esa clase de gente, su clase, pero que sabes que están, él estaba, su presencia se deja sentir en todo el café, ya yo sentado atrás de él, pude observarlo detenidamente. Lo atrapé. Lo dibuje en mi mente y aún sigue ahí.

De estatura mediana pero con una cabeza prominente, delgado y con el cabello extremadamente corto, era el soberano absoluto de su mesa y de metros a la redonda, todo parecía estar dispuesto según su voluntad, era un cuadro, una obra de arte, su estancia en esa mesa, en ese café, era una obra de arte, metódica, ordenada, hermosa.

No fue planeado y terminamos bebiendo café los dos juntos, él me platicaba de su vida universitaria, yo le platicaba de mi trabajo… Él citaba a Ciorán y hablaba como un anciano, harto del hartazgo de la vida, “harto de la circunstancia que vivía”. Era cómico ver su “indignación”, su molestia ante todo. Su cómoda molestia. Pero era creíble, ese hombrecillo realmente vivía indignado.

Vivía con sus padres a pesar de sus 25 años, no trabajaba, y no se veía con las ganas de hacerlo, decía de él mismo, que se negaba como Ignatius J. Reilly, a la modernidad. También se decía “conservador” y otras tantas cosas que no recuerdo bien. Era una conversación en si mismo, se debatía, se argumentaba en su contra y a favor “La negación” sentenciaba, “esa es mi meta en la vida”, “negar lo innegable, mi propia muerte, mi propia vida”, “Soy la contradicción humana” terminó diciendo. Yo así lo creí.

La plática siguió un par de horas más, nos conocimos tanto como se pueden conocer dos personas tras horas de plática, miento, nos conocimos más, mucho más, yo no pude adornar mis palabras, él decía “pero el punto, cuál es el punto” y cuándo intenté evadir un aspecto me dijo “no hay nada peor que querer engañar a un desconocido” “vamos que mañana quizá ya no nos saludemos”. Y dije la verdad. No tuve que mentir, no hubo necesidad.

Me despedí de él cuando él, levantándose de la mesa, me dijo que ya era tiempo de que se fuera, le dije que teníamos que repetir la conversación y me dijo “cuando quieras”, sorprendido por esa respuesta tan llena de franqueza, de necesidad y sobre todo de falta de “voluntad” contesté “mañana a la misma hora”. Así quedamos y cada quien se fue por su lado.

No llegó a la cita.

Esperé tres horas en ese café, cuatro, cinco y cuando vi, ya era miércoles y las mesas estaban recogidas, avergonzado y sorprendido salí de aquél lugar. Volvía la vista queriendo encontrarlo. Nada. Y por mucho tiempo se me volvió una clase de obsesión el querer verle, fui a ese café todos los martes, cada martes, siempre en martes durante 2 años seguidos. Sólo o acompañado no faltaba a la cita y aquello se hizo costumbre. Conocí a los dueños, a los 6 meseros que desfilaron por el café y ahora ya voy con el séptimo, Ignacio, así creo se llama.

jueves, 8 de julio de 2010

Hubo hace mucho…

Hubo hace muchos siglos una princesa hermosa que queriendo ser una diosa perdió su humanidad. Y ni diosa ni princesa, termino siendo la bestia de aquel infausto lugar.

A Verónica.

Una calle.

No sabía que hacer. La calle era enorme como ninguna en su ciudad, los árboles se entre mezclaban con las luminarias y el viento helado soplaba hacia el sur. Estaba solo.

Tenía lagrimas en los ojos y no había nadie que le sostuviera la mano, que le brindara ayuda. Hacía cinco horas que él debía llegar a recogerlo. Así habían quedado, así le había prometido. Cinco horas atrás y el tiempo seguía avanzando.

Tampoco el pedía ayuda, atrincherado en aquella banca, envuelto en su chaqueta y con los brazos cruzados no tenía la imagen de alguien que necesita ayuda, su porte no era triste, sino distinguido, pero por dentro no había nada que soportase su alma.

Huyo de una vida que no quería y en la cual no lo querían; tomó el primer vuelo hacia la ciudad donde aquél “amor” de cartas vivía, huyo sin nada, ni maletas, ni despedidas ni mucho menos bendiciones. Estaba solo.

Y aquel que debiera llegar por él, no llegaba, se rindió, aquella era su última y única oportunidad, no tenía nada en su vida, ni en la anterior, ni en la que apenas empezaba, no había nada. Una persona normal no tomaría decisiones precipitadas por una cita fracasada, pero él se encontraba en un punto de quiebra, en el que una hoja mal caída podría desencadenar la muerte del mundo. La fragilidad de su destino era total.

El viento cambió de dirección, la tarde trocó en noche y el frio se intensifico en aquella tarde de otoño. Su tristeza se complementaba de forma maravillosa con la tristeza de aquella noche. Su ipod menguaba ante la falta de batería, “nostalgia” se escuchaba, y se apagó. Decidió caminar.

Sus pasos lentos, el aire sobre su rostro, la vida que se le iba, todo parecía conducir a que su final estaba cerca, así lo deseaba él, no tenía otra salida. Pensaba en cómo hacerlo, en qué pasaría con su cuerpo ya muerto, en qué diría su madre, su padre… su esposa.

Imagen clásica. Él parado en medio de un puente peatonal. Se sentía totalmente ordinario al hacerlo de esta forma pero en esos momentos sus afanes novelescos habían cedido a la imperiosa necesidad de rapidez. Ya estaba listo.

Su desesperanza ya tenía solución, era sólo cosa de dar un salto y listo. Pero no pudo, descendió y lloró amargo su suerte, su cobardía, el haber huido de su ciudad, el haber dejado a su esposa, el no haber podido matarse.

Ya media noche. Seguía caminando. Ahora ya sabía que debía regresar, continuar con su vida, arreglarla, divorciarse, tener hijos, lo que sea pero hacer algo. Sabía que debía vivir. La calle vacía, una leve llovizna, y tres “jóvenes” caminando hacia él.

Cuatro puñaladas. Dos en en el costado izquierdo, una en el brazo derecho y una en el pecho. Le quitaron lo que llevaba y sólo le dejaron su suerte. Su infierno se hacía más grande, la sensación de “pequeñez” que había tenido desde su llegada a la ciudad se reafirmó. Nunca lo había abandonado.

Medio caminó hacia aquella banca, donde se había atrincherado y de la cual, se maldijo, no debió de haberse movido. Se sentó, sin fuerza esperaba ya la muerte. No había nada que el pudiese hacer. La muerte no le podía fallar, era su última esperanza.

Seis de la mañana. Una ambulancia llegaba por su cuerpo muerto. Un trasnochado sujeto lo había reportado. Sin identificación, su cuerpo fue llevado al anfiteatro de la ciudad. Nadie lo reclamó.

Horas más tarde llegaría él, al cuál nuestro desvalido protagonista había esperado el día anterior. Errores humanos, debilidad humana, fragilidad humana. Un error de día, una equivocación, un número mal apuntado, la suerte está echada, y un descuido le había costado la vida a uno y la felicidad al otro.

Nunca el segundo supo del destino de su amado.

A Santiago.

domingo, 4 de abril de 2010

Soñé…

Un día soñé que no moriría, desperté y estabas conmigo. Otro día soñé que estaba contigo, desperté y supe que moriría. Te desperté y te pedí que no me dejarás, me dijiste que no lo harías. Soñé otro día en que tu morías, desperté y supe que estarías, después pensé en que te amaría y me di cuenta que ya lo hacía.

A A