jueves, 8 de julio de 2010

Una calle.

No sabía que hacer. La calle era enorme como ninguna en su ciudad, los árboles se entre mezclaban con las luminarias y el viento helado soplaba hacia el sur. Estaba solo.

Tenía lagrimas en los ojos y no había nadie que le sostuviera la mano, que le brindara ayuda. Hacía cinco horas que él debía llegar a recogerlo. Así habían quedado, así le había prometido. Cinco horas atrás y el tiempo seguía avanzando.

Tampoco el pedía ayuda, atrincherado en aquella banca, envuelto en su chaqueta y con los brazos cruzados no tenía la imagen de alguien que necesita ayuda, su porte no era triste, sino distinguido, pero por dentro no había nada que soportase su alma.

Huyo de una vida que no quería y en la cual no lo querían; tomó el primer vuelo hacia la ciudad donde aquél “amor” de cartas vivía, huyo sin nada, ni maletas, ni despedidas ni mucho menos bendiciones. Estaba solo.

Y aquel que debiera llegar por él, no llegaba, se rindió, aquella era su última y única oportunidad, no tenía nada en su vida, ni en la anterior, ni en la que apenas empezaba, no había nada. Una persona normal no tomaría decisiones precipitadas por una cita fracasada, pero él se encontraba en un punto de quiebra, en el que una hoja mal caída podría desencadenar la muerte del mundo. La fragilidad de su destino era total.

El viento cambió de dirección, la tarde trocó en noche y el frio se intensifico en aquella tarde de otoño. Su tristeza se complementaba de forma maravillosa con la tristeza de aquella noche. Su ipod menguaba ante la falta de batería, “nostalgia” se escuchaba, y se apagó. Decidió caminar.

Sus pasos lentos, el aire sobre su rostro, la vida que se le iba, todo parecía conducir a que su final estaba cerca, así lo deseaba él, no tenía otra salida. Pensaba en cómo hacerlo, en qué pasaría con su cuerpo ya muerto, en qué diría su madre, su padre… su esposa.

Imagen clásica. Él parado en medio de un puente peatonal. Se sentía totalmente ordinario al hacerlo de esta forma pero en esos momentos sus afanes novelescos habían cedido a la imperiosa necesidad de rapidez. Ya estaba listo.

Su desesperanza ya tenía solución, era sólo cosa de dar un salto y listo. Pero no pudo, descendió y lloró amargo su suerte, su cobardía, el haber huido de su ciudad, el haber dejado a su esposa, el no haber podido matarse.

Ya media noche. Seguía caminando. Ahora ya sabía que debía regresar, continuar con su vida, arreglarla, divorciarse, tener hijos, lo que sea pero hacer algo. Sabía que debía vivir. La calle vacía, una leve llovizna, y tres “jóvenes” caminando hacia él.

Cuatro puñaladas. Dos en en el costado izquierdo, una en el brazo derecho y una en el pecho. Le quitaron lo que llevaba y sólo le dejaron su suerte. Su infierno se hacía más grande, la sensación de “pequeñez” que había tenido desde su llegada a la ciudad se reafirmó. Nunca lo había abandonado.

Medio caminó hacia aquella banca, donde se había atrincherado y de la cual, se maldijo, no debió de haberse movido. Se sentó, sin fuerza esperaba ya la muerte. No había nada que el pudiese hacer. La muerte no le podía fallar, era su última esperanza.

Seis de la mañana. Una ambulancia llegaba por su cuerpo muerto. Un trasnochado sujeto lo había reportado. Sin identificación, su cuerpo fue llevado al anfiteatro de la ciudad. Nadie lo reclamó.

Horas más tarde llegaría él, al cuál nuestro desvalido protagonista había esperado el día anterior. Errores humanos, debilidad humana, fragilidad humana. Un error de día, una equivocación, un número mal apuntado, la suerte está echada, y un descuido le había costado la vida a uno y la felicidad al otro.

Nunca el segundo supo del destino de su amado.

A Santiago.

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