miércoles, 28 de octubre de 2009

dos…

Se verían en el café de siempre. Antonia acomodó todo su día tomando como base tal cita, cancelo dos entrevistas, un desayuno y postergo la ida al cine con su prometido. Se verían a las 6 de la tarde.

Diez años después de aquel encuentro Bruno observaba con asombro, detenido en la acera que ese lugar ya no existía, el café que años atrás trastocó su vida era ahora una pequeña tintorería atendida por una insignificante mujer con rostro molesto.

Eran las seis en punto. Bruno jugaba con el café, Antonia llegaba de detrás de él, le vio como lo recordaba desde aquellos años de universidad, por un momento creyó ser aquella chica. Lo saludo y a los dos se les iluminó el rostro.

La platica continuo por horas. Eran las diez de la noche y ninguno pensaba en irse. Los celulares comenzaron a sonar. Los compromisos del mundo contraídos por cada uno los requerían sin retraso. Cada uno se fue por su lado prometiendo repetir la semana siguiente. Un abrazo, un beso y la sensación de que nada había cambiado desde la universidad fue la despedida.

Bruno, estático en la acera, recordó los últimos diez años de su vida y el miedo ensombreció su rostro. Ya con cuarenta años encima, una esposa y un hijo, un grupo de amigos y una relación con su familia lejana bastante cómoda él sentía que nada le faltaba. Claro, hasta que pasó enfrente de aquella cafetería trocada en lavandería.

Ya en su recamara, Antonia repasaba cada palabra, cada expresión de Bruno. No podía creer que aquél hombre, del cual quiso ser novia por escasas horas, era ahora todo menos aquél del cual se enamoró. Parecía que nada había cambiado en él, esa fue su primera impresión, pero ahora ya meditando las cosas, ese hombre era un extraño. Un extraño que adoraría conocer.

No conciliaba el sueño. Se levantó de la cama y fue directo a la computadora, tenía que decirle a su amigo, a su “enamorado” que él había cambiado y que no era para bien… Los dos lo supieron muy en el fondo, los dos quería decirlo en esas horas del café pero ninguno quiso notar que lo que los amarraba a la mesa era ese deseo insostenible, insoportable de decir que “el otro” se estaba muriendo.

Le escribió. La luz de la computadora iluminó por un par de horas la cálida recamara, un té de tila y un cigarrillo acompañaron a Antonia en su confesión. Sabía que no es sencillo escuchar de una persona que no has visto en siete años verdades de esa naturaleza. Confió en la madures que solo el tiempo te puede dar. Confió en que Bruno entendería que su camino tal como lo había trazado conduciría a su muerte.

Ese algo que en la Universidad lo tuvo siempre y que aprendió a dejarlo de lado y qué tiempo después se lo recordaron por un correo electrónico. El miedo seguía en su rostro. La angustia de aquellas palabras, la veracidad de esas líneas que de golpe le tiraron sus defensas. Enojado contestó esa irreverencia. No mintió. Bien sabía que aquella mujer moría también. Su compromiso, sus planes, esa falacia a la cual ella llamaba vida. Fue despiadado.

sábado, 24 de octubre de 2009

Él…

Estaba sentado en su terraza. Armando buscaba en internet con aire desesperado y taciturno información sobre su enfermedad. Sabía que iba morir pero en su afán controlador quería saber las señales que le indicarían que la muerte estaba cercana.

Desde niño quiso ver señales en todo, quiso adelantarse a todo. Las piedras al aire lo ayudaban a encontrar cosas perdidas, las plantas le decían de lo que pasaría mañana, el agua le susurraba su vida. Ni piedras ni agua supieron contarle que a los 22 años su muerte comenzaría, las plantas habían enmudecido.

Pero tampoco él supo que empezaría a morir en aquellas edades, no sabía, ni sospechaba que Rey le mataría sin saberlo. Su vida, la de Armando, fue una vida sin conocimiento. Se entregó a Rey y con él entrego su vida. No vio las señales cuando debió verlas, no recordó en ese preciso momento que años atrás, Carlo le había profetizado que no viviría mucho, que se iría joven.

Por eso ahora los años se le fueron encima, todos los recuerdos que aún quedaban lo atormentaban, ya no buscaba consuelo y ni hablaba con las piedras para encontrar su vida perdida, ni con el agua que ya no le podría hablar del mañana, tampoco las plantas susurraban, el silencio se hizo eterno en su vida.

Por eso digo que la vida, su vida, fue una sin conocimiento. No conoció de la desconfianza, no conoció del miedo al desconocido, tampoco del cuidado y la seguridad. Su vida no conoció de medidas y se fue sin medida. Dio su vida sin medida.

Él seguía en la terraza llena de plantas, buscaba y buscaba los indicios de su muerte. La tarde comenzó a enfriar, el ambiente enrarecido se lleno de fantasmas y de recuerdos, él no pudo más. Cansado estaba de esperar, había esperado toda su vida y ya no tenía vida. Un aire cálido le rodeaba.

Cerró la lap. Comenzó a escuchar a las plantas y aventó una piedra al aire, tomó su libro favorito y saltó desde su terraza,  el mar abrió los brazos, y le dio bienvenida al que hablaba con las plantas.

Ella…

Ella caminaba por la calle iluminada en la noche, era ya tarde en la ciudad de México y parecía que el cielo se caía de lo negro que estaba. Era una negra noche. Y ella caminaba.

Sin rumbo se veía para los pocos despiertos. Pero ella sabía que tenía que llegar la hora precisa, sabía que de no hacerlo moriría a destiempo, fuera de lugar. No podía llegar tarde a su última cita se recitaba cada segundo. Era su mantra, no llegar tarde a esa cita.

En Puebla tenía que morir, así se lo habían dicho tres años antes, en una tarde calurosa en un pueblo en Oaxaca, ella moriría en Puebla bajo un letrero luminoso que gritaba “HOTEL” a las 4 de la mañana.

Sería la madrugada del sábado 24 de octubre del 2009; así lo recordaba, eso recordaba y la cara anciana de una mujer negra. No podía estar en otro lado. Aunque estaba en otro lado. Eso la angustiaba.

Seguía caminando. Pensaba que ya todo estaba perdido.

Dieron las 4 de la mañana. Su reloj adelantado 15 minutos le dio falsas noticias, pensó que ya era demasiado tarde y que el universo se había equivocado. Ella se había equivocado.

Una fuerte ventisca que venía de los volcanes, un crujido, un grito y todo quedo en calma. Sirenas a lo lejos, y una pequeña llovizna que coronaba la madrugada.

Ella murió aplastada por un letrero en la esquina de Puebla y Sonora. Su mano derecha extendida tocaba la acera del lado de Puebla, su reloj marcaba 4:15.