viernes, 13 de noviembre de 2009

aquella tarde… aquella vida

Nada cambiaría en la ciudad aquel día de otoño. Las mismas calles, las mismas personas haciendo sus mismas actividades, casi pensando lo mismo que otros días, ese día  podría haber sido ayer o mañana, pero extrañamente ese día era hoy.

Sus pasos se escuchaban sórdidamente en las escaleras de cualquier edificio de la facultad. Ya era tarde, muy tarde y quería evitar los tumultos de la plaza principal, los insoportables altavoces de los “activistas” pidiendo apoyo contra el Presidente, los medios, o pidiendo recursos para los damnificados de cualquier terremoto en cualquier país, [pobre seguramente], quería evitar las platicas absurdas de los “comunicadores” o los “viajes” teóricos de los sociólogos, ahora no tenía tiempo para nada, ni para hartarse de su cotidianeidad.

Corría, su falda larga la seguía apenas y sus botas estilizaban sus pasos, su rostro cubierto con las gafas oscuras y esa blusa vaporosa enfundada con aquella chaqueta de otros tiempos le daba un aire novelesco a sus prisas, ella corría y el estilo iba con ella. Su porte era de mujer pensante, sabía lo que quería, sospechaba lo que sería aunque no sabía todavía lo que era. Las ideas de aquella mujer no la definían en esa tarde. Ella corría.

Llegó a su auto. Se le cayeron las llaves y su torpeza la exaspero demasiado, a lo lejos estudiantes menos preocupados jugaban un partido anárquico de soccer, otros fumaban su tiempo ideando revoluciones y derrocando dictadores. Ella no podía hacer eso ahora. Ya sentada en su auto, se veía en el espejo y no sabía qué hacer. Esos hermosos ojos negros ya liberados de las gafas oscuras la veían fijamente, su fleco que enmarcaba su frente le pareció extraño, pensó en hacerle “algo” la próxima semana, después, se volvió a ver y sus ojos comenzaron a llenarse de lagrimas. Esos ojos negros lloraban.

Salió del estacionamiento sin prisa, ya seco su rostro y de nuevo aquellas gafas oscuras, su mente se enfoco en sólo una idea. Pasó los límites de la Universidad, siguió su camino, pasó por Miguel Ángel, dio vuelta en Carrillo Puerto y ya estaba en el centro de ese pequeño universo, su universo. Dio dos vueltas hasta que encontró un lugar que cumpliera con un sólo requisito, a saber, que no hubiera de esos hombres que lucran con el espacio público, los llamados “viene viene”.

La tarde ya era fría. Preparo su bolsa. Eliminó cuadernos, libros, y agrego encendedor y cigarros. Al igual preparó su cabeza, resto opiniones de clase, prejuicios, infamias y sólo se quedo con el corazón abierto. Salió del auto.

Sus piernas le temblaban. Hacía mucho que no tenía tanto miedo, caminaba, una mascada le cubría la cabeza, las gafas sus ojos y la razón su dolor ya insoportable. Caminó dos cuadras y llegó frente a la Iglesia de San Juan Bautista, hiso una reverencia con la cabeza y no supo por qué, no lo supo en ese momento pero años después en una pequeña iglesia a la orilla de la carretera descubriría la razón. Intentó cruzar la calle, el paso de los autos le pareció una maldición del destino… Cruzó y no presto atención a los insultos del detenido automovilista. Su razón era la única aquella tarde.

Sus pasos se acercaron a su destino, al lugar al cual iba. Corría ya, ella corría como si la vida se le escapara. Paró en seco. Ya estaba a centímetros y su corazón paralizó, su respiración se fue de paseo junto con el calor de su cuerpo, y ella, creyendo ya verlo tuvo que pedir ayuda, abrió su bolsa, cogió un cigarro, lo encendió, tres fumadas y avanzó lo que quedaba. Así debía ser.

Ahí estaba él. Sentado dándole la espalda, con cigarrillo en mano, bufanda en el cuello, mocasines, y un libro en la mesa, se veía como siempre, como ella siempre lo recordaba… sabía que él había escogido bien el lugar, que su posición no era fortuita, que le encantaba dramatizar en todo y que su vida en los últimos años había sido una novela contada por él mismo. Se acerco. Lo vio cansado, pero sonriente, con ese aire que sólo tiene la gente que sabe demasiado. Bebía café, y estaba muy delgado, él se puso de pie para recibirla, se abrazaron, los dos se dolieron  en ese momento como nunca antes y nunca después, un frío les recorrió el cuerpo. Tomaron asiento.

Se sonrieron y ella no paraba de llorar. Esa era la despedida.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Silencio Eterno…

Se encontraba sentado en la barra de aquel bar. Emmanuel no atendía al ruido que lo rodeaba, absorto pensaba en la noche de hace tres días. Pensaba en eso y en lo qué era hoy, en esa tarde, en ese bar, en lo que era ser él.

Tres días atrás, como cada miércoles, él salió con sus compañeros de oficina, platicaron de nada y bebieron de todo. Hace tres días, como cada miércoles, él termino ebrio caminando hasta su departamento. Nadie le acompañaba y él no acompañaba a nadie. Su soledad no era fortuita, su decisión fue esa.

Pero ese día hace tres días algo ocurrió que no había pasado en los últimos dos años. Las cosas cambiaron y Emmanuel no estaba listo para aceptar dichos cambios. Su miedo fue recalcitrante, enmudeció como nunca lo había hecho, su rostro palideció, sus ojos se hicieron viejos y su boca se estiro hasta alcanzar el cielo. Su madre moribunda le decía “perdóname por no haber estado…”

Apagó el teléfono. Sus pies lo condujeron hacia las calles de su niñez, sus puertas viejas y arboles secos le recordaron una vida que ya no era la suya. Por un segundo suspiro por aquellos años. Se perdió pero regresó. Llego al viejo portón, la vieja casa. Lo recibieron rostros acongojados y él se abrió paso entre retazos de hombres y llantos innobles, manos extendidas le pedían piedades, misericordia exclamaban los ojos de las mujeres ancianas. Llegó con su madre.

“madre nada tienes que pedir, nada te vas a llevar” Así le dijo Emmanuel con aire lacónico y la mujer postrada con rostro inmutable abrió la boca… “Nada pido para mi, si estoy aquí postrada no es por tu gracia sino por la mía, así que calla y escucha que mi muerte está cercana y la tuya no está muy lejos”

La mujer le habló. Nunca ella había hablado tanto, nunca él había escuchado tanto, la vida les había enseñado a callar y a no escuchar, ahora aprendían. El veía hacia la calle mientras su madre escupía sus últimas frases, recordaba como era su madre antes de estar así, postrada y muerta como ahora, pensó en qué le agradaba más la mujer de ahora que la siempre altiva mujer de antaño. Sonrió. Veía hacia afuera, olvidó por completo que estaba borracho hacía tan poco tiempo.

Se sirvió vodka con hielos. Su madre lo veía. Ya no hablaba y pareciera que se preparaba para morir. Los dos guardaron silencio como que su silencio fuera el último argumento entre ambos. En ese silencio que sería eterno Enriqueta vertió todos sus perdones y todos su reproches, el silencio fue desgarrador, las cortinas, los muebles, las ventanas se retorcieron ante ese silencio insoportable, madre e hijo callaron.

Sólo los ojos de Emmanuel tirando cristales  se veían en toda la habitación. Al fin lloraba a su madre. Fue hacia ella, le acomodo el cabello y cogió uno de sus cigarros, pensaba en que a pesar de lo desagradable que le parecía la muerte, la de su madre, sería la mejor muerte que vería en toda su vida. Salió sonriente.

Tres días atrás, como cada miércoles, él salió con sus compañeros de la oficina, tres días atrás, como cada miércoles, él caminó ebrio por la calle hasta su departamento, tres días atrás algo cambió. Tres días atrás su madre murió.