martes, 3 de agosto de 2010

Náanga Jñáa lu, Náanga Nadxhíilu

Aquella tarde caminaba sin rumbo, alejado de ese pueblo que me daba asilo pude sentir el calor de aquella tierra sin la impertinencia de la gente; No tardé en sentirme sonrojado al descubrir que nunca antes había sentido tanta dicha de ser de ahí.

A lo lejos se veía un enorme árbol, decidí descansar bajo su sombra, sorbí un poco de agua y tras checar la hora decidí tomar una pequeña siesta. El calor insoportable hizo que el profundo sueño no tardará mucho en llegar.

Desperté sobrecogido. Enajenado por un sentimiento de arrebato caminé escasos metros hacia el sur y los vi, hablaban, despertaban, se desencantaban.

Ella le gritaba en una lengua inentendible, yo sólo entendía la desgracia en su voz, esas lágrimas en sus ojos, aquella muerte en su boca que no comprendía pero que existía; ella gritaba esa mantra maldita, tenebrosa que no pude entender.

Él tomo de su bolsa un puñal y lo clavó sin mirar, lo empujó sin sentir, de ese pecho violado surgían sin culpa las maldiciones a su pecado, violado ese pecho, maldito ese pecho, amado ese pecho.

“Náanga Jñáa lu, Náanga Nadxhíilu” Así lloraba, así suspiraba, así deliraba, “Náanga Jñáa lu, Náanga…” su último aliento.

Así, sólo así, se expiaba aquella hermosa mujer, se libraba esa morena mujer, se moría esa maldita mujer.

Eso fue lo que vi, lo que pude entender y las palabras que tiempo después pude descubrir. Del hombre nada se supo con certeza, unos decían que había huido al “otro lado”, otros que en Chibela le habían visto y otros más, los más, aseguran que enloquecido deambulaba en las playas del “mar muerto”.

No pude volver a caminar por aquellas veredas, mis pies no avanzaban y mis ojos en cada árbol veían aquella muerte, y mis oídos en cada susurro escuchaban aquel lamento “Náanga Jñáa lu, Náanga Nadxhíilu”

 

 

A Ricardo.

lunes, 2 de agosto de 2010

Ese día.

No me dijo nada. Simplemente se levanto del sofá y salió de mi vida.

Ese día comencé a vivir.

 

 

 

A Abraham.

Bendita Circunstancia. [parte primera]

Yo sabía que él se iría. Lo supe desde que lo conocí. No fue intencional, nunca lo planeamos, fue sólo la circunstancia, esa bendita circunstancia.

Era de ese tipo de gente que no llama mucho la atención a la primera vista, que al llegar a cualquier lugar ves a toda la gente buscando caras familiares, no reparas en ellos, en esa clase de gente, su clase, pero que sabes que están, él estaba, su presencia se deja sentir en todo el café, ya yo sentado atrás de él, pude observarlo detenidamente. Lo atrapé. Lo dibuje en mi mente y aún sigue ahí.

De estatura mediana pero con una cabeza prominente, delgado y con el cabello extremadamente corto, era el soberano absoluto de su mesa y de metros a la redonda, todo parecía estar dispuesto según su voluntad, era un cuadro, una obra de arte, su estancia en esa mesa, en ese café, era una obra de arte, metódica, ordenada, hermosa.

No fue planeado y terminamos bebiendo café los dos juntos, él me platicaba de su vida universitaria, yo le platicaba de mi trabajo… Él citaba a Ciorán y hablaba como un anciano, harto del hartazgo de la vida, “harto de la circunstancia que vivía”. Era cómico ver su “indignación”, su molestia ante todo. Su cómoda molestia. Pero era creíble, ese hombrecillo realmente vivía indignado.

Vivía con sus padres a pesar de sus 25 años, no trabajaba, y no se veía con las ganas de hacerlo, decía de él mismo, que se negaba como Ignatius J. Reilly, a la modernidad. También se decía “conservador” y otras tantas cosas que no recuerdo bien. Era una conversación en si mismo, se debatía, se argumentaba en su contra y a favor “La negación” sentenciaba, “esa es mi meta en la vida”, “negar lo innegable, mi propia muerte, mi propia vida”, “Soy la contradicción humana” terminó diciendo. Yo así lo creí.

La plática siguió un par de horas más, nos conocimos tanto como se pueden conocer dos personas tras horas de plática, miento, nos conocimos más, mucho más, yo no pude adornar mis palabras, él decía “pero el punto, cuál es el punto” y cuándo intenté evadir un aspecto me dijo “no hay nada peor que querer engañar a un desconocido” “vamos que mañana quizá ya no nos saludemos”. Y dije la verdad. No tuve que mentir, no hubo necesidad.

Me despedí de él cuando él, levantándose de la mesa, me dijo que ya era tiempo de que se fuera, le dije que teníamos que repetir la conversación y me dijo “cuando quieras”, sorprendido por esa respuesta tan llena de franqueza, de necesidad y sobre todo de falta de “voluntad” contesté “mañana a la misma hora”. Así quedamos y cada quien se fue por su lado.

No llegó a la cita.

Esperé tres horas en ese café, cuatro, cinco y cuando vi, ya era miércoles y las mesas estaban recogidas, avergonzado y sorprendido salí de aquél lugar. Volvía la vista queriendo encontrarlo. Nada. Y por mucho tiempo se me volvió una clase de obsesión el querer verle, fui a ese café todos los martes, cada martes, siempre en martes durante 2 años seguidos. Sólo o acompañado no faltaba a la cita y aquello se hizo costumbre. Conocí a los dueños, a los 6 meseros que desfilaron por el café y ahora ya voy con el séptimo, Ignacio, así creo se llama.