miércoles, 9 de diciembre de 2009

un último cigarro

Era patético. Tan patético se veía ese hombre sentado entre tan grandes monos de plástico y de aire que él mismo se dio cuenta de su penosa realidad. Sin embargo no le dio la menor importancia y siguió fumando escondido de los ojos furtivos de sus hijos. No debería fumar. No a su edad, no con su enfermedad.

Ya estaba muy viejo y estaba muy cansado como para escuchar las palabras necias de sus familiares.  Por eso se escondía. Prefería sentarse entre aquellos gigantes que tenían esas eternas sonrisas, prefería su silencio y su felicidad fácil.

Su vida no fue fácil y quería que su último día lo fuera. Ya era tiempo, él lo sabía, sin miedo y sin rencor se entrego a la última despedida, a su última tarde, su último suspiro;  Quiso pasarlo en aquel lugar, sin tanta lagrima y palabras vacías; el silencio fue su acompañante en duras batallas, lo quería junto a él en su última victoria.

Silencio. Y una sola idea en su cabeza. Al fin estaría con los suyos. Después de 40 años regresaría al regazo de su madre para llorar todo lo que no lloró en esos 40 años. Sonrió. Un cigarrillo más.

Lo buscaba. Pero su escondite fue tan bueno que pasaron en dos ocasiones atrás de él y no pudieron verle, sólo la barriga blanca de un oso polar se veía desde la azotea. Nuestro héroe se encontraba adelante de esa barriga.

Un suspiro y una bocanada. Y lo eterno se volvió nada cuando sintió un pequeño espasmo en el estómago. Su mirada se nublo. Una lagrima recorrió su mejilla y no queriendo irse terminó en los labios resecos de aquel hombre. Pensó en su mujer en aquél instante de dolor, pensó en ella y el dolor se fue. ¡Maldita vieja! susurro.

Ya no podía ni intentaba levantarse. Inclinado hacia un lado, recargado en un estúpido mono quiso gritar su nombre de pila, no hubo voz. Desistió.

Miró hacia el cielo, balbuceo “nada me debes, todo te di”, inmediato apretó los ojos queriendo encerrar sus últimas lagrimas, tomo la cajetilla de cigarros con dolorosa lentitud y torpemente encendió el último cigarrillo.

Se fumó el cigarro, se esfumó su vida.

Así terminó aquel hombre su vida, entre olvidos y esos monos de plástico y aire. Murió y nadie se dio cuenta, vivió y nadie se dio cuenta. La vida se le fue aquella tarde y los testigos mudos de aquella muerte sonrientes pasaron su eterna vida.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Espejo

Todos afuera le esperaban, era su turno de tirar en el juego y su estancia en el baño se hacía larga ante los impacientes jugadores ya tocados por dejos de alcohol. De pie, de frente al escusado se encontraba orinando, viendo, leyendo, pero veía sin poca atención,leía sin leer,  no tenía conciencia en ese momento de su vida, de sus motivos, deseos o circunstancias que lo habían llevado a tal punto. Él no estaba en ese baño, no orinaba, no veía, no leía.

Tomó del deposito del retrete un libro, “espejos” se llamaba, leyó la parte de atrás, atravesaron ideas su cabeza y con un suspiro desecho tales “irreverencias llenas de recursos literarios”. Siguió así, no estando en aquel lugar, sintiendo los efectos del Whisky, el mal sabor del cigarro, sintiendo sin sentir.

Volvió la cara hacia su costado con mucho desgano, sin la conciencia de hacerlo por algo, el por qué de las cosas le preocupaba menos que nada desde hacía días, miró y abrió los ojos. Su alma lo poseyó brutal  y el parto fue desgarrador, sus ojos dilatados lo vieron como nadie más lo había visto, como él nunca se había visto, como nunca nadie le vería jamás.

Detenidamente observó su rostro, y no se reconoció en esa imagen proyectada por el espejo, ese no era él, era, cómo decía extrañamente el libro encima del deposito del retrete "un olvidado, un condenado, un sin voz” pero no era él. Sus rasgos eran ya cansados, como de gente grande y muy amarga, sus ojos enormes no decían nada, su boca apretada negaba palabra alguna. “Ese no soy yo” se repetía.

Repasó su rostro y su vida, recordó todos los momentos que lo hicieron, aunque negaba la imagen, ser esa imagen, cada surco, cada arruga, cada cicatriz… el cansancio de su vida, de sus ojos. Se perdió en esos ojos.

Un grito externo lo despertó de su trance, dióse cuenta entonces que llevaba mucho tiempo ya en el baño, se preparó para salir no sin antes hablarle a aquella imagen extraña.

“Nunca más te veré a los ojos, nunca tus ojos volverán a recordarme lo que me has recordado. Nunca más tu rostro me enfrentará a esto que no quiero entender, que no soporto entender. Nunca más volverás a aparecer ante mi porque aquí te entierro, en este espejo quedarás por siempre y serás el condenado, el olvidado, el sin voz”

Terminando de decir estas palabras se vio por última vez en aquel espejo. Fue su despedida. Se disfrazó una sonrisa; se compró una cara nueva pagando con miles de recuerdos; se inventó una vida a partir de aquella fas , borro de su vida todo recuerdo de ese rostro terrible. Nunca más quería verlo.

Ya era él tal como se gustaba, sin esas engorrosas voces que debieran quedarse para siempre en el olvido, silenciadas, condenadas.

Regresó a la mesa, al juego de la vida, con el aire propio de los recién nacidos, refrescado, nuevo, brillante aunque sabiendo que de ninguna forma, bajo ninguna circunstancia ganaría, pues ese hombre en la mesa no existía, no vivía, era la cascará de aquél que se vio minutos atrás en el espejo. Él, el enunciador del discurso, el flamante orador, se encontraba atrapado en aquel espejo en el cual nunca se volvería a reflejar. Allá se quedaría él con los…

…los olvidados, los condenados, los sin voz…